El Justo por la Fé Vivirá – Dr. Eduardo Font

Introducción.

El tema asignado, una de las consignas de la Reforma Protestante del Siglo 16, se concretiza en 1517 y se le atribuye a Martin Lutero. Bueno es recordar que esta consigna no se dio en el vacío religioso intelectual. Las posiciones teológicas de líderes  reformadores pre luteranos, de siglos anteriores, como el francés Pedro de Valdo (1140-1217),  el inglés Juan Wycliffe (1320-1384) y Juan Huss (1369-1415) ya habían señalado las Escrituras como la fuente fidedigna de la verdad cristiana y, aunque la Europa de 1415 no estaba política, ni intelectual, ni religiosamente, ni aun social y económicamente, abierta para cambios tan drásticos como lo estuvo la Europa, especialmente la Alemania, del siglo XVI, sí, como dice Howard F. Vos, en su Breve Historia de la Iglesia Cristiana: “el continente,” refiriéndose al europeo, “todo era para 1500 una caldera en ebullición a punto de rebosar.”1

A todo esto deben sumarse las circunstancias personales de Martín Lutero y las circunstancias históricas que confluyeron.

Varios historiadores han mencionado las razones del ingreso de Lutero a un monasterio y algunas fueron confirmadas por el mismo Lutero pues las mencionará años después. La muerte súbita de un compañero exacerbó el miedo a la muerte y al infierno; lo cual recrudeció cuando cabalgaba una noche de gran tormenta. Estos percances parecen haber tenido mucho que ver en que su vida experimentara un cambio drástico. Se nos dice que, caído de su cabalgadura por efecto de un aparente rayo, y en su desesperación, temor a la muerte y consecuencias en el más allá a causa de sus pecados, prometió entrar al monasterio agustino de Erfurt. Lo cual cumplió pocas semanas después.

Además, la severa educación paterna recibida en el hogar probablemente desarrolló en él temores constantes de culpabilidad.  Sus esfuerzos personales por desarrollar una conducta infantil y juvenil que apaciguara la rigidez y severidad de los castigos paternos, no

fueron suficientes para calmarlo. Probablemente su subconsciente lo llevó a transferir al ámbito espiritual la rigidez y severidad paterna, desarrollando en él el sentir que así era el Padre celestial y, por ende, su incapacidad de complacer a Cristo. Además siempre quedaba  la posibilidad de pecados que por olvido quedaran sin ser confesados al sacerdote. Lo cierto es que ni la confesión, ni las buenas obras, ni los castigos a que sometió su cuerpo fueron capaces de mitigar su sed de perdón y concederle así la salvación de su alma.

Quizá con el objeto de no estimular y agravar su sentido de culpabilidad y su desesperación por temor a la muerte y al infierno; o sea, falta de salvación, su superior y quizá maestro, Juan Nathin de Neuenkirchen, le prohibió que estudiara la Biblia.  En una ocasión anteriormente le había dicho, “Hermano Martín, deja quieta a la Biblia; lee a los antiguos maestros; ellos te proporcionarán todo el tuétano de la Biblia; el leer la Biblia proporciona únicamente desasosiego”2 y lo guio hacia el estudio de la teología. Nada apaciguaba su desesperado sentir de pecado. A la verdad, bien lo dice Lindsay, “Lutero no había ingresado al convento para estudiar teología; él entró para salvar su alma”.3

Sus estudios, a los cuales se entregó con todo su ser, no le trajeron ningún alivio, sino más bien lo descaminaron hacia la mortificación del cuerpo, al ayuno y flagelación. La teología a la que estaba principalmente expuesto le indicaba que la salvación le vendría por el ascetismo; aunque también la teología más antigua le recordaba que debía buscar el amor de Dios lo cual le resultaba difícil de aceptar dado que su entendimiento de Dios no era de ser Dios un ser amante sino más bien severo. Llegó a tal extremo su insistencia en liberarse de sus pecados por medio de la confesión, obras meritorias y castigos, que se le exigió que solo acudiera al confesionario cuando cometiera un pecado significativo.

Atrajo la atención de compañeros y superiores. En una ocasión, durante la visita de Juan Staupitz, vicario general de la orden, interesado en la situación del joven monje y enterado de su condición extrema, revocó el consejo del profesor Nathin y le animó a que leyera la Biblia.

Fue Staupitz quien ayudó a Lutero a disipar sus temores y a sustituir a su Dios severo por un Dios de amor, de misericordia y de perdón. Pero no fue hasta tiempo después, probablemente poco antes de 1508, que Lutero, en su celda, leyendo en la Carta a los Romanos y reflexionando sobre la justicia divina, tuvo el comienzo del alumbramiento que le permitió experimentar la gracia, el amor y la misericordia de ese Dios a quien temía y había creído severo.

Otros autores, como Kenneth Scott Latourette, fijarán la fecha de esta experiencia en plenitud unos  pocos años más tarde, por el otoño de 1513, disertando sobre la Epístola a los Romanos o entre 1516-1517 sobre la Epístola a los Gálatas (3:11). La frase de Romanos 1:17, “el justo por la fe vivirá”, “le trajo una iluminación por la cual de allí en adelante él había de vivir. ´La justificación por la fe´ vino a ser mediante Lutero, un principio distintivo del protestantismo”.4

Lutero pensaba en la justicia de Dios como en un atributo de Dios, propio de un Dios severo que aplicaba su justicia al pecador castigándolo. Temía a Dios, pues veía en Él a un Dios justiciero; esperaba que Dios aplicando Su justicia lo castigaría a causa de sus pecados.

El alumbramiento en su conversión le permitió ver la justicia de Dios en Romanos 1: 17 desde otro ángulo; no solo como un atributo de Dios sino como una acción de Dios para hacer posible su redención personal. Pablo dice en este versículo, “en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe”; o sea, en el evangelio la justicia de Dios se descubre, se manifiesta como un don de Él, por medio de  la fe para fe. Es la acción de Dios para salvar al ser humano. Y Pablo concluye: “el justo por la fe vivirá”. Según los expertos, en el griego, dice: por la fe vivirá y vivirá por (la) fe.

Lutero comprendió que los pecados son perdonados por la gracia y la misericordia de Dios y así se sintió como nacido de nuevo. Dice Lindsay, y con otras palabras lo dice también Justo González, “llegó a comprender que la justicia de Dios (Ro 1:17) no es la justicia por la cual un Dios justo castiga a los injustos y pecadores, sino por la cual un Dios misericordioso nos justifica por la fe”.5 Esta fe no es la fe conocimiento que nos lleva a creer algo como verdad o existente, sino la fe que nos impele a arrojarnos al espacio sabiendo, confiando,  que allí lo único que valen son los brazos poderosos de Dios, los únicos,  que están allí y que nos salvan. 

Lutero escribió: “Antes que esas palabras rompieran mi corazón, yo odiaba a Dios y estaba molesto con Él. Yo era Su propia creación, pero los estándares santos del Creador eran tan altos y distantes para yo poder alcanzarlos. Pero cuando por el Espíritu de Dios yo entendí esas palabras “El justo por su fe vivirá”, entonces me sentí nacido de nuevo, como un hombre nuevo; entré a través de las puertas abiertas hacia el mismo paraíso de Dios. Ahora veo las Escrituras, completamente en una luz diferente –ahora era mi querida y consoladora Palabra—ellas no estaban allí para condenarme sino para salvarme”.

Al fin Lutero entendió que nadie puede ser justificado ante Dios ni por un sinfín de esfuerzos, penas, castigos corporales, buenas obras, ayunos, ritos, que practique. Todos somos indignos pecadores, sin posibilidad de auto justificarse delante de Dios. Solo por fe, por la gracia de Dios, puede el ser humano ser justificado. Con Pablo entendió que “justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Ro 5: 1).

Este entendimiento de Dios y de la salvación tuvo en Lutero consecuencias espirituales y personales de paz. Encontró el perdón, la salvación eterna y descubrió al Dios de amor, de misericordia y gracia.

Sin proponérselo, sin darse casi cuenta, no dejó de observar el gran contraste existente entre su descubrimiento del evangelio escritural y el de los religiosos de su tiempo.  Con el objeto de facilitar la interacción con sus colegas sobre temas afines a su descubrimiento clavó sus famosas 95 tesis en la puerta de la Universidad de Witemberg, donde era catedrático. Otro factor que  lo llevó a tal hecho fue su pronta  reacción contra un gran abuso proveniente de Roma, las llamadas indulgencias que proponían la absolución en el más allá, o sea, en el purgatorio, de las culpas no perdonadas o de castigos pendientes por medio de contribuciones monetarias. Sabida es la reacción violenta de los  líderes religiosos y los acontecimientos que siguieron y llevaron a considerar esta fecha 31 de octubre de 1517 como el comienzo de la Reforma Protestante.

Me llama la atención como Dios a veces opera. En este caso, nadie sospechó que lo que comenzó como simples angustias espirituales  de un joven  tendrían tal repercusión no solo en su vida personal sino en toda la Europa de su tiempo y a través de los siglos en el mundo entero con efectos en la eternidad. Todo revela que el Evangelio del Padre, Hijo y Espíritu Santo no es una ocurrencia tardía de Dios, sino Su plan eterno concebido por amor y misericordia divina. Otra de las cosas que me llama la atención es que asuntos que Dios podría hacer por su propia cuenta lo delega a Sus criaturas. No delegó la creación del mundo y del ser humano a nadie, porque hay tareas que son de Su propia exclusividad.  Tampoco delegó la  salvación del mundo porque nadie estaba calificado; lo cual llevó a cabo en sí, en la persona de Su amado Hijo.  Pero hay proyectos que le han placido delegarlos a sus criaturas inspirándolos, dotándolos de dones, capacidades, carácter, circunstancias.

Veo un paralelismo entre la Reforma Protestante  y la liberación del pueblo de Israel, entre Lutero y Moisés. El pueblo de Israel, Su pueblo, estaba esclavizado   por los egipcios. El cristianismo, el segundo Israel, se hallaba esclavizado por la secularización y tergiversación de las doctrinas bíblicas. Ambos pueblos se habían olvidado del verdadero Dios. Dios toma la iniciativa y desde la niñez vemos la protección y entrenamiento de Moisés, Su futuro líder. Desde la tierna edad Dios inquieta a Lutero y le concede un conocimiento  profundo de sí mismo. Por la gracia de Dios y con Su protección, Moisés libera a Israel y luego usa a su coetáneo Josué para introducirlo en la tierra prometida que fluye leche y miel. Por la misma misericordia y protección divina, Lutero y otros coetáneos liberaron al segundo Israel de la esclavitud moral y religiosa para introducirlos a la tierra que fluye una vuelta a los principios prístinos del evangelio de Jesucristo.

Pasaron los años y para este segundo Israel han pasado 500 años.  El pueblo de Israel tuvo sus altibajos espirituales y Dios no ha terminado con ellos.  El segundo Israel ha tenido sus altibajos también y Dios no ha terminado con nosotros.

Lutero fue llevado ante autoridades civiles y religiosas y forzado a retractarse. Pero Lutero ya no era para ese entonces el monje confundido e ignorante del verdadero Dios y del evangelio.  En este entonces, su inquebrantable fe que lo había salvado en Cristo, lo sostuvo e inspiró a miles y luego millones a no claudicar. En 500 años el evangelio se ha extendido por todo el mundo. La verdad escritural de que el justo por la fe vivirá cruzó mares y recorrió continentes llegando hasta los confines de la tierra.

En el sermón conmemorativo del natalicio de Lutero, 400 años después, decía Carlos H Spurgeon, “En todas las épocas el camino de salvación ha sido único y ha sido el mismo. Nadie ha sido salvado jamás por sus buenas obras. La manera por la cual los justos han vivido ha sido siempre la ruta de la fe.  No ha habido ni el más mínimo avance respecto a esta verdad; está establecido y es inconmutable, y es por siempre la misma como el Dios que la declaró”.6 “El justo por la fe vivirá” no es consigna exclusiva de 500 años atrás. No es obsoleta; es tan vigente hoy, como lo fue en tiempos de Lutero, de Pablo, de Habacuc 2: 4, del Nuevo y del Antiguo Testamento.

A Lutero como a Calvino y a otros gigantes de la fe les tocó vivir en un mundo convulsionado que se derrumbaba y, quizá esa misma realidad, fue el caldo de cultivo apropiado para que la luz del evangelio volviera a brillar en pleno esplendor.

La liberación de Israel y la del segundo repercutieron no solo en la práctica religiosa, sino también en la política, en la economía, en la vida social, etc. Las consecuencias de la Reforma Protestante, aunque no planeadas ni soñadas por los reformadores, no se limitaron a una reforma teológica; fueron más allá, trascendieron las iglesias, los monasterios, las escuelas e impactaron lo que podríamos llamar el mundo secular.  Recordemos que Lutero ni siquiera comenzó soñando con ser un reformador de la iglesia. Lutero cuando clavó las 95 tesis en la puerta de la Universidad de Wittenberg, Alemania, solo intentaba llevar a cabo un debate académico movido por la luz de Romanos 1: 17 y por su total oposición a la venta de las indulgencias; o sea, por la oposición de  éstas a la justificación por fe.  Es verdad, que cuando estas tesis se extendieron cual reguero de pólvora por Alemania y luego más allá de sus fronteras, hasta Roma, dejaron de ser un simple ejercicio académico. Lutero se lanzó a la palestra.

La iglesia de entonces carecía de presencia gerencial en un mundo cada vez más distante y explotado por la misma iglesia. Lutero no planeó ser un reformador; la fe encontrada en el Señor que lo justificó lo hizo reformador.  A medida que se desarrollaban los hechos, estos se volvieron hechos de persecución. Pero movido y sostenido por la fe, entre otros principios que acababa de descubrir y experimentar, Lutero no evitó comparecer ni retractarse ante dietas y enjuiciamientos en los cuales se vio envuelto. Esa misma fe es la que nos puede llevar, 500 años después, a confrontar el mundo contemporáneo sin claudicar, sin retractarnos ante la incredulidad y las fuerzas  de tradiciones humanas y hacerlo con el valor de la fe que vence el temor.

A la verdad que el hallazgo particularmente de Romanos, trasformó a Lutero de un monje abatido,  desesperado y desesperanzado en un valiente paladín de la fe. La iglesia de hoy debe hacerse presente en el mundo dejando el encierro o confinamiento de los templos.

Hoy el mundo, las escuelas, los gobiernos, las fuerzas del orden, las artes, la diplomacia internacional, los políticos, la ciencia,  las familias, las iglesias, necesitan reformadores que los lleven a la libertad que se encuentra en Dios por la fe.

La Reforma de la cual estoy hablando, no es progreso de instituciones. No es avanzar; no es cambiar lo obsoleto por lo actual, moderno o post-postmoderno. No es mejorar. Reforma no es ir hacia adelante, hacia algo nuevo, sino una vuelta. Sí, es una vuelta. Es una recuperación de valores olvidados y rechazo de otros tergiversados.  Las verdades de Dios, Sus planes y caminos, no envejecen, no pasan de moda. Decía Jesús “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24: 35). Son de actualidad; son tan vigentes hoy como siempre; son eternas.

Lo valioso de la Reforma Protestante fue una recuperación de doctrinas neo-testamentarias.

Hoy necesitamos otra verdadera reforma; o sea, otra vuelta hacia el pasado.

Cuando Dios libera a Israel, lo llama a mirar hacia atrás y Dios se presenta como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; el Dios de tus padres. Durante la llamada Reforma Protestante, a través de Lutero y otros, Dios llama a la Europa de entonces a volver sus ojos al evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Las verdades del evangelio no son progresivas porque Dios es el mismo hoy, ayer y por los siglos. No necesitamos un nuevo evangelio, sino una vuelta, un regreso al mismo. El ser humano de hoy como siempre, como el de siglos idos y quizá otros por venir, necesita la justificación de Dios por la fe en Cristo.

Conclusión: La Reforma Protestante fue una vuelta a Dios. Eso necesitamos hoy y lo necesitaremos siempre: volver a Dios. Una y otra vez, Dios nos invita a través de las Escrituras: “Vuélvanse a mí y yo me volveré a ustedes” (Zac 1: 3, Mal 3: 7). 

Aunque Dios tiene infinidad de maneras para hacerlo, le ha placido usar a Moisés, Josués, Luteros, Zwinglios, Calvinos, Wesleys, etc., etc.

Seguiremos necesitando líderes que nos recuerden e inspiren a volver a Dios para recibir y cultivar la fe que nos viste con la justicia divina. “En el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: El justo por la fe vivirá” (Ro 1: 17). Así es, fue y será en nuestro tiempo y siempre y en nuestro mundo. Gracias.

DR. EDUARDO FONT, se desempeñó en varios puestos de liderazgo en las Iglesias Bautistas Americanas y en el Centro Teológico Bautista Americano. Fue miembro activo del Instituto de Plantación de Iglesias y presidente de la Escuela de Evangelistas. El Dr. Font también se desempeñó en el cuerpo docente de USC y UCLA. Cursó sus estudios en el Seminario Bautista Internacional (Th.B), Universidad Bautista de California (BA), y en la Universidad de California (MA y PhD).


1. Howard F. Vos, Breve Historia de la Iglesia Cristiana, Editorial Moody, 1965, p. 88

2. Tomas M Lindsay, Historia de la Reforma, Editorial “La Aurora” y Casa Unida de Publicaciones, Bs. As. 1949; p 218

3. op. cit., p. 219

4. K S Latourette, Historia del Cristianismo, Tomo 2, 3era edición, 1977, pp. 50-51

5. Lindsay, op.cit., p. 451

6. Carlos H. Spurgeon, Sermón de noviembre 11, 1883

AET, Azusa Pacific University, 10-28-2017

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